Para
comentar esta gráfica debemos atender a la situación del mundo rural durante el
siglo XVIII y XIX. La mayor parte de las tierras se encontraban en manos de
grandes propietarios no cultivadores como los municipios, las iglesias y alta
nobleza; a esto hay que sumar lo que se conoce como “Manos Muertas”, bienes y
tierras enajenadas que no podían ser cultivados o vendidos. La agricultura se
encontraba anquilosada en técnicas de la Edad Media y el sistema agrario feudal
entró en crisis a inicios del siglo XIX por su incapacidad de responder a la
nueva demanda. Desde el año 1765 se venía insistiendo, por parte de las
Sociedades Económicas de Amigos del País y de ilustrados como Jovellanos, en la
necesidad de acometer una reforma agraria, que llegaría en 1784 con el
“Expediente de Ley Agraria”. Carlos III también decretó que las tierras de los
ayuntamientos debían ser accesibles para los campesinos pobres en determinadas
zonas. Para el año 1798 los apuros económicos del gobierno de Godoy propiciaron
las primeras expropiaciones a la Iglesia, y con José I Bonaparte también se
realizaron expropiaciones para favorecer a los afrancesados y conseguir
ingresos para la Hacienda. Las Cortes de Cádiz elaboraron en 1813 un decreto de
desamortización que no llegó a ser aplicado por el golpe de estado de Fernando
VII, aunque sí entró en vigor durante el Trienio Liberal.
Con
la desamortización de Mendizábal entre 1835 y 1837, los bienes del clero
secular fueron nacionalizados y puestos a la venta con el objetivo de abastecer
la Guerra Carlista, acabar con el clero carlista y crear una amplia base de
familias de nuevos propietarios adictas al régimen liberal. La realidad de este
proceso fue que el liberalismo se granjeo enemigos entre los católicos.
La
labor desamortizadora volvió a desarrollarse con frenetismo durante los años
del bienio progresista. La Ley General de Desamortización de Pascual Madoz en
1855 puso en venta los últimos bienes de la iglesia, los bienes amortizados del
Estado y los amortizados de las alcaldías municipales. Tras el bienio
progresista, desde 1858 a 1867, los distintos gobiernos no se opusieron a la
desamortización ya que la cantidad de bienes eclesiásticos desamortizados
disminuyó, aumentando, en contra, los bienes civiles desamortizados.
La
realidad del proceso desamortizador en España es contradictoria, los
principales beneficiados de dicha labor son la nobleza terrateniente y los
burgueses, estos últimos compraron deuda pública, y ambos grupos adquirieron
tierra a muy bajo precio. Por el contrario, los grandes perjudicados son los
municipios, las iglesias y sobre todo los campesinos pobres, ya que ahora no
podían beneficiarse del trabajo en las tierras eclesiásticas y municipales dado
que los nuevos propietarios no accedían a permitirlo. Desde este momento, la
situación del pequeño campesinado empeoró en la mayoría de ocasiones ya que
vivieron un proceso de proletarización, pasando a ser jornaleros mal
remunerados en las fincas de los nuevos propietarios.
Como
conclusión apuntar que el número de hectáreas desamortizadas ronda los diez
millones, pero el aumento de la producción agraria no respondió a
criterios de mejoras técnicas, si no a un aumento de la extensión de las
tierras cultivadas por la desaparición de las “manos muertas”, lo que muestra
un estancamiento tecnológico. La situación del pequeño campesinado se agravó, y
al no existir una revolución agraria como tal, no se produjo el trasvase de
mano de obra necesaria para acometer la revolución industrial. Recordando la
frase de Fernand Braudel, a través del análisis de esta gráfica de barras se
puede comprender la actual fisonomía del campo español.
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